Acariciar Marte mientras Cataluña recuerda el mundo de los días de Game of Thrones


Por Mauricio Runno

En un mundo cada vez más idéntico, cualquiera sea el punto geográfico, dentro de una forma y hasta un estilo de vida presente en todos los continentes y en distintos idiomas, están aquellos que quizá todavía deciden cómo enfrentar la avalancha del presente. Los catalanes. Entre la monotonía de la globalización y la "dictadura de la diversidad" -como si la condición se estuviera descubriendo ahora negando que lo diverso ha sido garantizado por la democracia hace más que un buen tiempo-, los catalanes. Razonables, más o en menos, pero catalanes más que nunca.

Esos millones de personas que vemos, desde ahora, son los que nadan contra corrientes turbulentas, como mínimo. Cataluña colocó a España en un dilema increíble, cuando menos se lo esperaba. ¿Le abrieron la jaula al león o fueron ellos los que entraron?

No estoy tan interesado en las banderas o los himnos nacionales ni los símbolos. Mi nacionalismo es bastante difuso, débil. Paso bastante de largo por las patrias y los límites. Pero sí me cautivan los pueblos como fuerza motora. 

Casi al borde de llegar a Marte, el mundo se mueve de su eje, en lo profundo, por y a causa de estos independentistas catalanes. Y la noción del futuro, Marte y lo que significa trasladar la vida a confines estelares, hoy se enfrenta a un escenario primitivo, fundante, casi al modo del engranaje que rige las comarcas y reinados de Game of Thrones. 

Mapa de España y Portugal en la Geographia de Claudio Ptolomeo, geógrafo griego del siglo II

La esperanza es un estado colectivo nunca más a la moda. Sospecho que es el vínculo que aglutina a los catalanes, una idea tan invisible como inquebrantable. Decidieron alterar el estado de las cosas. También la esperanza anida en los argentinos que se expresaron en las urnas: cunde la malaria, pero triunfan los que proponen una esperanza.

La palabra también es común en el discurso del Papa Francisco una vez que echó raíces en el Vaticano. En Estados Unidos, en cambio, la esperanza es sacarse de encima al presidente Trump. Allí, todo indica que el capitalismo de amigos es cada vez más grotesco. Trump no podría ser el líder más indicado de este club de nuevos ricos del cículo rojo para pensar, mientras tanto, una serie de cambios a un sistema que expulsa y condena al infierno a los "emergentes". La desigualdad no es la base del capitalismo. Y de allí habría que partir para modificar la codicia de unos pocos. Rusia tiene otra clase de esperanza: vivir en democracia. Su presidente encarna la prolongación aggiornada del estalinismo más que el espíritu de un demócrata.

Es una época fascinante, por donde se intenta abordarla. Imposible negar la permanente redefinición a la que estamos expuestos acerca de lo que creímos y de lo que creemos. La declaración de Cataluña como República y estado independiente viene a confirmarlo. Es más que una noticia. 

La dinámica de lo emergente, en este caso, desafía el orden, lo establecido, lo políticamente correcto. Y no fue necesario la intermediación de una guerra o el diálogo inconducente entre las partes. Los catalanes no dialogan sino con la historia, esa forma no menos cautivante de entendernos en la condición humana.

La vieja Europa vive estas horas con la incertidumbre de quien debe revisar lo planificado.

Enfrascada en crisis menores, si se considera las nuestras en Latinoamérica, aunque lo religioso sea una amenaza latente para la paz social, Europa hoy suma un problema: no son terroristas, no es el fundamentalismo religioso, no son los comunistas ni los fascistas. Es un pueblo reivindicando su legado ancestral lo que ha dado un quiebre que nadie podría precisar hasta dónde retumba. 

Los catalanes, sin eufemismos, han contrariado el esquema de la aldea global. No los mueve la economía -de hecho ése es el gran problema que deberá enfrentar en su desarrollo fundante-, ni las ideologías políticas dominantes. Se trata de la identidad como mito de origen.

Se ignora la evolución de los acontecimientos. La declaración de Cataluña, sin embargo, permite arriesgar que los catalanes han dado prioridad a la aventura que al status quo. Sin violencia y forzando la legalidad.

El mundo coloca sus ojos allí y también posiblemente con una mirada nacida de la esperanza: ¿y si el experimento resulta bien? ¿y si es una opción favorable convertirse en aldeíta y así integrarse mejor a la gran aldea?

El surgimiento de cierto espíritu tribal detiene la maquinaria del progreso, por un instante, como un suspiro que se permite la historia. Al fin y al cabo, y como en Game of Thrones, para vivir primero hay que aprender a sobrevivir. Los catalanes están dando testimonio.

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