Antonio Bravo, el protegido de Fernando Fader


Antonio Bravo (1886-1942) fue motivo de una nota, sin autoría, publicada en una revista de alcance nacional, hacia agosto de 1949. El pintor recibe este homenaje desde la Comisión Nacional de Cultura. Se menciona la mediación definitiva de Fader para la continuidad de la obra de Antonio Bravo y se traza un resumen de su vida como artista en la Mendoza de entonces. Al cumplirse prácticamente 70 años de su muerte parece impostergable asomarse a la vida de un artista contra la corriente.
Una obra adscripta con lazos indisolubles al hechizo de las tierras cuyanas es paradójica antinomia para este pintor que, aunque español de nacimiento, es el más auténticamente mendocino por el extraordinario poder evocativo de su sensibilidad creadora.
Es que a pesar de haber nacido en Ardales, provincia de Málaga, el 17 de febrero de 1886, son las intrépidas arquitecturas de las montañas andinas las que subrayando en Antonio Bravo lo genésico de una espiritualidad, aquilatan su nativismo emocional.
Desde los días de la infancia, cuando sus padres, don Francisco Bravo y doña Encarnación Florido, lo traen muy niño aún a la Argentina, es en la infinita sugestión de estos nuevos horizontes donde despierta su sensualismo primordial de la belleza. Emoción ésta de tan honda entraña terrena para Antonio Bravo, que debía por fuerza revelarse como una ineludible vocación pictórica.
En Mendoza vive una vida modesta. Desde muy joven, con magnífico y no interrumpido impulso, busca directamente su expresión personal frente a la naturaleza, guiado por una suerte de adivinación, de un instinto certero, para lo que debía ser esencial en su arte.
Seriamente, con un sentido envidiable de síntesis, de color, de volúmenes y líneas, se anuncian en sus telas primeras el modo particular de su obra futura. Es entonces cuando Fernando Fader, con el éxito de su pintura colorista, trae el ejemplo de las tendencias europeas en su sensibilidad afinada, sus vastos conocimientos del oficio y seguro juicio de conocedor. Y es este pintor originalísimo quien ve en Antonio Bravo la realidad de una esperanza futura y quien los alienta a se perseguir su finalidad de belleza, orientándolo en la elucidación de sus problemas estéticos.
Son unas pocas lecciones que ayudan al criterio inicial del joven autodidacto, para espejear los propios panoramas interiores, encontrando así, con un sentido finalmente perceptivo, la verdadera fisonomía sensible de su paisaje cuyano.
El trazo vivo, característico, pasional de un lirismo romántico, afirma más y más el canto de su sinceridad humana, capaz de la representación anímica que se esconde tras el ropaje vivo de la forma. Y de esta manera, sin preconceptos académicos, con una vigencia de verdad artística obtenida mediante el impulso poético y el tesón de su esfuerzo, Bravo se evade de las limitaciones del simple “copismo” para recrear la armonía del mundo de su vivencia por el mecanismo psicológico del sentimiento.
No busca maestros, la naturaleza es su única escuela, y en el contacto cotidiano con esa tierra acogedora y luminosa, su regionalismo es semilla germinadora que en función de clima le define y libera en el acto de pintar. Es que ningún suelo como el de Cuyo sabe enjoyar de tanta luz las voces de sus fuerzas telúricas para entrañar al hombre en lo más hondo de su americanismo.
En un ambiente donde no es el suyo ni el primero ni el último talento ignorado por la provinciana desconfianza, lleva Bravo una vida de fervorosa dedicación artística. Más las razones estéticas que lo mueven le otorgan perennidad en una función estricta, de incuestionable valor militante, ligando su nombre para siempre al despertar del arte en Cuyo. “Pidió poco y dio lo mejor de sí mismo a esta tierra que quiso y honró genuinamente. Nuestra tierra y la vida hicieron lo demás. Nadie sabe donde alienta o se nutre el destino de un hombre. En Antonio Bravo se iría gestando el pintor, acaso, desde la infancia. Pero fue una revelación tranquila, firme y decidida. Cuando se lo confesó a sí mismo, supo el camino de sacrificio que tomaba. Porque, ser artista en Mendoza, por entonces, era un acto heroico. Pero lo que se sustenta en lo profundo del ser tiene savia definitiva en la vida.
Antonio Bravo conoció después la satisfacción del triunfo limpiamente logrado y el reconocimiento de sus méritos. Su primera muestra en Buenos Aires le deparó ese regocijo que, para su honor, fue auspiciado por el pintor Fader. Otras en Mendoza le consagraron como el pintor de los motivos serranos, en que predomina un tinte de melancolía, de dulce tristeza. Si un paisaje es un estado de alma, en Braco se cumplió claramente este aserto”.
A su muerte, el 18 de junio de 1942, dejó una copiosísima obra llena de promesas y realizaciones, en donde condensó el canto de su corazón de hombre adherido al espíritu íntimo de su tierra cuyana.

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